por Sandra Miguez
Tres pibas, de apenas 20 y 15 años, asesinadas. Descuartizadas, enterradas, quemadas. Tres vidas truncadas y una sociedad pasmada en el horror, mientras algunos todavía creen que se exagera, que nos pasamos tres pueblos cuando criticamos un sketch publicitario en el cual se muestra a las mujeres como material de descarte en una bolsa de consorcio. Una sociedad en la que aún persisten quienes en lugar de preguntarse por las causas profundas del problema de la violencia, prefieren indagar sobre la vida de las muertas: dónde estaban, con quién o quienes andaban, qué hacían?
Cualquier respuesta parece ser un manotazo para atenuar el espanto. Pero la realidad es que otra vez asistimos a la crueldad de tres femicidios que sacuden, que duelen y nos enfrentan con una pregunta que el Estado y la sociedad parecen no querer responder: ¿cuántas más?
La justicia que ahora escrudiña en el lugar, en las historias de vida, que busca vinculaciones, y teje hipótesis,otra vez llegó tarde. El Estado no solo llegó tarde, sino que es responsable de la falta de politicas de prevención, de haber desarticulado los esquemas que mínimamente buscaban dar alguna respuesta.
Mientras tanto, la violencia vive agazapada. El sistema ofrece espejitos de colores, promesas de una vida brillante, de lujos que parecen estar al alcance de la mano, y sin embargo no son más que engaños que vuelve a vulnerar a quienes ya viven en una situación de vulnerabilidad, de desigualdad, de falta de oportunidades. Obscenamente ese mundo se expone como algo viable, como algo asequible, un status de ostentación ofrecido de forma constante, sin importar el costo que haya que pagar. Cualquier piba/pibe, cualquier persona quiere acceder a todo lo que impúdicamente muestra el mercado porque es también una forma de pertenecer, sin saber en eso se les puede ir la vida.
Los femicidios no son hechos aislados, son parte de esa estructura. En ella se continúa viendo a las mujeres como objetos, prescindibles cuando no sirven, cuando incomodan, cuando se atreven a desafiar el lugar que se les asigna. Una maquinaria de descarte que naturaliza la violencia, que la justifica, que la posterga bajo excusas de ocasión.
Pedir justicia no alcanza. Es necesario exigir que el sistema deje de dar respuestas «a conveniencia con las circunstancias» y que la sociedad entera deje de mirar hacia otro lado. Porque mientras el poder se entretiene con discursos negacionistas y elimina las políticas públicas en materia de género, las pibas siguen siendo asesinadas. Y nosotrxs seguimos contando muertas.
No se trata de casos policiales, se trata de un síntoma brutal: un país que sigue desatendiendo a sus mujeres y jóvenes, un país que las expone y luego las abandona. Las tres pibas de 20 y 15 años no son números en una estadística: son el reflejo de un sistema que todavía no aprendió que sin ellas, sin nosotras, no hay futuro.